Abro la puerta y me golpea un olor olvidado; el aroma de la colonia 4711 impregna mis recuerdos. Enciendo la luz y la habitación se ilumina por zonas. Las luces son indirectas, como debe ser en la casa de cualquier familia con gusto. El interruptor está conmutado y enciende al mismo tiempo la lámpara blanca de pie, repintada numerosas veces de diferentes colores según iba cambiando el gusto de mi madre, y la luz del flexo que utilizaba para estudiar.
Miro a mi alrededor y todo lo que hay es mío, solo mío. Demasiado mío. Me tumbo en la cama y apoyo la cabeza entre la almohada y los cojines. Las fundas son de un azul ártico y el edredón también, pero con estrellas estampadas blancas. Todo tenía que ser de tonalidades azules. Veo libros y trofeos de golf en una especie de santuario adolescente. Destaca una copa por delante de las demás. No fui el mejor de ese día, pero me agarré al campo como me insistía Ismael que debía hacer. Ayer le vi de casualidad; gran maestro pero mejor amigo. Siempre estuvo conmigo en los buenos y malos momentos. Sin duda, todos sus consejos me han servido en la vida. Un mensaje claro: el que no avanza, retrocede.
Observo una foto ampliada de mi swing en Kingsbarns, un campo singular entre los links de golf de la zona de St. Andrews. En la fotografía también se ve un cielo muy despejado y soberbiamente azul aun estando en Escocia, como el de La noche estrellada de Van Gogh, pero con el mar de fondo. Sin duda, fue uno de los mejores campamentos de mi juventud con dos de mis pretéritos y grandes amigos. Tenía trece años y por primera vez me sentí libre al andar en un mundo onírico como eran aquellas calles de St. Andrews. En la actualidad, de vez en cuando nos vemos Alfonso, Manuel y yo, y recordamos campeonatos y conversamos sobre ese verano. Nos gustaría quedar más, pero Alfonso tiene pocos días libres. El European Tour es muy duro; son casi trescientas noches al año fuera de casa… Yo decidí estudiar Económicas… También es cierto que nunca tuve el arrojo suficiente para intentarlo en serio, pues no confiábamos en mi talento. Tampoco nos lo dijimos. Fue muy duro volver a probar después de terminar la carrera. El «momentum» se había esfumado.
Una de las paredes está cubierta por un papel escoces de rayas amarillas y un fondo de tonos verdosos. Recuerdo que Mamá siempre tenía motivos para comprar algo y encontraba excusas esotéricas para convencer a Papá. Esta vez, cuando redecoró la casa y, en particular, mi habitación, le preguntó: «¿te gusta el papel de golf?» En él no había ni un palo, ni una bola, ni una bandera, ni un campo, ni un green…, pero mi padre asintió con la cabeza como muestra de aprobación. Cualquier gasto relacionado con el mundo del golf estaba justificado.
La librería está todavía repleta de libros. Comenzando por la primera balda de izquierda a derecha, leo los títulos de: Alice´s Adventures in Wonderland, Moby Dick, Robinson Crusoe, varios libros de Harry Potter, también numerosos de Enid Blyton (Five), Breakfast at Tiffany´s, The Picture of Dorian Gray, Fiesta… Pienso que están ordenados cronológicamente, desde la fútil infancia hasta la pura adolescencia. Siempre he escrito mejor en inglés. El Kings es un gran colegio, pero muy inglés. Seguro que mis profesoras ahora viven solas en sus casas en Londres, o quizá en Bath, o donde sea, viviendas de empinadas escaleras y cubiertas por moqueta verde, con la única compañía del moho y de sus gatos.
También se observa en la librería un barco de piratas de los Clicks de Famobil. Debo de ser el único adulto que mantiene el juguete intacto, con sus monedas en el cofre, y los cañones con sus correspondientes municiones. Tal vez por aquella época ya era un poco maniático… ¿Quién a esa edad monta un juguete con las instrucciones como si fuera un mueble de IKEA y lo pone en la estantería y nunca más vuelve a jugar con él? Sin embargo, hay un putter con polvo y telarañas apoyado en la librería. ¿Cuántos golpes habré dado con ese palo? ¿Cuántos torneos habré ganado con mi arma letal?
Las gotas de lluvia golpean las ventanas. Veo el patio interior, pero está vacío. Siempre había ropa colgada y miraba todos los días para asegurarme de que estaban ahí mis polos favoritos para el próximo campeonato…
Sigo espiando mi cuarto, y de manera indirecta, mis oprobios recuerdos. Veo mi escritorio, germen de mi puesto de trabajo actual. Me empeñé en que tuviera forma de L para tener espacio suficiente para estudiar con comodidad. A esa edad tenía que examinarme de los IGCSE y quería sacar buenas notas para optar a unos diferenciales A Level, y así poder estudiar en una universidad inglesa del Russell Group. Por aquella época y sin ser consciente de ello, ya me resistía a la aventura americana. Una beca deportiva en una universidad en Estados Unidos no era difícil de obtener con mi nivel golfístico.
La mesa está todavía con los ordenadores de la época. Una gran pantalla con un teclado, una televisión y una Play Station. Todo continúa muy ordenado. Los cuadernos del colegio se encuentran en las baldas inferiores colocados como un arcoíris. Mi padre también colgaba y ordenaba las corbatas por colores, empezando siempre por las claras. El único que tenía razón era mi tío; persistentemente decía que esa mesa parecía la de un bróker financiero. Yo no sabía lo que era, tampoco me importaba. Además, después de todo, me convertí en un bróker. Una buena profesión, sin duda. Hago feliz a la gente; compro cuando quieren vender y vendo cuando quieren comprar. Fácil, sin complicaciones. Me da para un buen BMW.
Y sobre la cama, veo el cuadro. Siempre me ha acompañado; siempre me ha gustado. Lo pintó el hermano de mi padre o, como él me decía, tu abuelo segundo. También le encantaba el golf. Lo miro con detenimiento (tal vez nunca lo he observado con tanta atención). Es la barcaza vieja de un pescador que quizá alegorice la pobreza de la gente que se dedica al mar. Mi abuelo siempre estuvo junto a mi abuelo segundo. Vivieron y murieron juntos, y así los recordaré, juntos. El cuadro es tranquilo, y tranquilidad es lo que me transmite.
Me acompaña el silencio hasta que escucho un grito de una de mis hermanas «¡Pablo, han llegado las cajas de cartón!» Me levanto perezosamente de la cama, y antes de salir de mi habitación, veo un marco de contorno azul con una foto donde estamos mis hermanas y yo, junto con mis padres, en una playa de Long Island, todos muy jóvenes, con los ojos brillantes y mi padre con una incipiente tripa que pronosticaba lo que estaba por llegar y llegó. Vuelvo a escuchar un grito, aún más fuerte que el anterior: «¡Pablo, por favor, ayúdame con las cajas de las narices!» Chasqueo la lengua y vuelvo a echar un último vistazo fugaz a la habitación que se me muestra como un trayecto epilogal de ida y vuelta entre mi pasado y presente.
Salgo sin mirar atrás mientras cierro nuestra puerta.