Calígula

Don Antonio Camacho siempre estaba de cuerpo presente cuando entrabamos al aula, sin excepción, como un pastor esperando a su rebaño, pues era madrugador y exigente con la puntualidad; jamás llegaba tarde.

No obstante, esa higiene temporal no compensaba sus manchas de sudor en las axilas, ni su pelo pringoso en el que se reflejaba las luces del aula. En su cercanía, sufrías su calor, ya fuera invierno, primavera, verano u otoño; él abrasaba.

Y por eso los perros mansos, al intuir su presencia, ladraban, aullaban, suplicaban clemencia y misericordia. Los otros, los profesionales de la lucha, con fiereza, por eso de mantenerse vivos – o para sentirse menos muertos -, intentaban arrancarle a don Antonio la carne a mordiscos.

Aun así, a pesar del aspecto tosco, el color oliva de su piel, las manos grandes y trabajadas, y su enigmática tendencia a la misantropía, no tenía miedo a nada ni a nadie, pues los terremotos eran simples temblores sísmicos, y los hombres se crearon a su imagen y semejanza.

Además, tenía un elevado concepto de sí mismo y de su erudición. Cuando hablaba de los faranduleros nos aleccionaba: «Tienen que farandulear por no haber estudiado. Vosotros veréis».

Sin embargo, aún con tanta sabiduría, no llevaba coleta, ni se rodeaba de chicas guapas, ni se consideraba un resistente, ni ponía los pies encima de la mesa. No obstante, sí que estallaba muchas veces como una fosa séptica al sobrepasar su nivel ciático, y sacaba a colación temas superados incluso por unos impávidos imberbes.

Era nuestro Ignatius Reilly manchego y lo llamábamos Calígula, aunque no tenía caballo, tampoco padecía de adiatrepsia, ni cometía actos incestuosos. Quizá su apodo venía de su nariz aguileña que le daba un aspecto de ave rapaz. O, tal vez, porque la lujuria encontró un lugar propio en el cuerpo de una mujer, su futura esposa, quien lo empujó a dejar el celibato. Sea como fuere, mantuvo durante su vida un indestructible y fervoroso sentimiento religioso.

Gracias a ello (y por nuestra advocación adolescente), comenzábamos cada mañana, con devoción mariana, coordinadas y maratonianas letanías: Ave María, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in muliéribus, et benedictus fructus ventris tui Iesus. Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc et in ora mortis nostrae. Amen.

Y después de rezar a la Virgen y delirar con hermosas plegarias, nos sacaba a la pizarra para tomarnos la lección. Era un hombre rutinario, de sólidos principios científicos a pesar de impartir latín y literatura, y de tener una Biblia encuadernada con piel de cabra negra en su mesilla de noche, posesión compatible con el estudio de las galaxias y del universo. También nos preguntaba con cierta sorna mañanera: «¿Qué día es hoy? 25 de febrero», se respondía así mismo «pues, 2 por 5 igual a 10, dividido entre 2 igual a 5, ¡el 5 a la pizarra!» También podría ser: «2 menos 5 igual a menos 3 por 2 igual a menos 6 por menos 1 igual a 6, ¡el 6 a la pizarra!».

Nosotros, los alumnos, aun sabiendo que era improbable acertar el número, hacíamos cábalas y todas las combinaciones posibles para averiguar quién saldría a la pizarra cada mañana. Nunca acertábamos.

Por desgracia, a menudo lo absurdo abate a la razón.

En la clase de latín, le gustaba utilizar la chasca (y no me refiero a la chusta porque don Antonio no fumaba porros); nos llamaba la atención con ese instrumento de madera para que recitáramos «Dominŭs, chasca, segunda, Dominĕ, chasca, tercera, Dominŭm». Otras veces, utilizaba el artilugio de madera como escopeta recortada.

Algún alumno perdió en aquellos días la inocencia.

En literatura, todo fluía de manera más sosegada; nos mandaba leer novelas y las discutíamos en clase. Empezamos por el Cantar del Mío Cid, para continuar con Las Coplas de Jorge Manrique, El Lazarillo de Tormes, El Quijote, La Regenta, Platero y Yo, La Colmena y, como colofón, Cien Años de Soledad. Al leer esta última obra, comprendí lo que sintió el coronel Aureliano Buendía al conocer el hielo, puesto que hacía poco que había hecho lo propio con el onanismo.

Igualmente, Don Antonio nos explicaba las corrientes literarias, comenzando por la Edad Media, pasando por el Renacimiento, Barroco, Neoclasicismo, Romanticismo, Realismo, hasta llegar al Naturalismo. En este punto se atascaba, y exclamaba acalorado que el Naturalismo era una profunda expresión de la vulgaridad, de la falta de prudencia y buen gusto, y que, al mismo tiempo, negaba el libre albedrio. Es decir, la libre elección de escoger entre el camino de la vida o la muerte.

Emile Zola sufriría su penitencia.

Y ahí nos quedamos, atascados por siempre en esa época de ordinariez y sin avanzar hacia el Modernista y la Postmodernidad, pues, además, don Antonio desapareció la última evaluación hasta que terminó el curso escolar. Hubo diferentes rumores sobre los motivos de su ausencia. Algunos comentaban que se había alejado para mantener un riguroso luto por el fallecimiento de su mujer; otros comentaban que había padecido una enfermedad que le había obligado a renunciar por un tiempo a los escenarios. Nunca lo sabré, en todo caso, a pocos días de que comenzaran las vacaciones y en medio de los exámenes finales, volvió a aparecer con su característica chasca.

Al terminar ese año, mis padres decidieron que estudiara en Inglaterra para mejorar mi inglés y, al mismo tiempo, evitarles el sufrimiento de los diálogos entre generaciones. El último día del colegio y de mi adiós temporal, cuando estaba recogiendo mis trastos en el escritorio, me encontré una nota que decía: «Bis vincit qui se vincit in victoria (conquista dos veces quien, a la hora de la conquista, se conquista a sí mismo)».

Pasados muchos años, un día andando por el Barrio Salamanca en Madrid, un anciano calvo y arqueado se fijó en mí. Al principio no le reconocí, pero un olor conocido me hizo temblar y recordar ese colegio de puro mármol granate desgastado, tributo a esa piedra que favorece la asepsia y la ausencia de gérmenes. Me sonrío con bondad; yo le miré a los ojos, pero agaché la cabeza y pasé de largo sin saludarlo, desaparecido entre la multitud.

¿Les sorprende?

¿Quién les ha dicho a ustedes que yo fuera una buena persona?

Calígula
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