Mi padre:
Se acerca con una sonrisa un tanto burlona gracias al aleteo de su nariz aguileña y su cuidado bigote vintage. Viste el abrigo que le regalé por su septuagésimo cumpleaños, una gorra verde tipo cazador de tweed y una bufanda Burberry escocesa. Mi padre es de pata fina y tripa prominente, como todos los hombres crecidos de la familia. No me importa. Es más, me enorgullezco: creo que es un físico que permite afrontar los futuros inciertos con reservas y decoro. Me abraza con fuerza y lo agradezco.
—¿Cómo están Brenda y los niños? —me pregunta venturoso.
Pues venturoso está desde tiempo ha. Mi Padre vive la vida sin cuentas que saldar, ni multas que pagar.
La úlcera sangrante cicatrizó hace muchos años.
—Todo correcto —le contesto.
Mientras paseamos por la Herrería, lo observo de nuevo con detenimiento. Está menos joven, más lento, si bien siempre ha sido de movimientos pausados y conversaciones largas y gongorianas. Nadie como él para resumir en treinta minutos lo que se puede decir en cinco.
Sin embargo, ya no va a la Herrería, sino al Spa, un detalle más de su carácter hedonista. No obstante, durante años el bosque fue su refugio. Me reconforta pensar que en los momentos de inquietud conducía su coche prehistórico a través de las estrechas y sinuosas curvas de la Herrería. Y es que él, mi Padre, siempre encuentra cobijo donde guarecerse, pues no le dan miedo los hogares vacíos.
Conversamos un rato sobre trivialidades y, especialmente, de cine. Se ha modernizado. Siempre fue de clásicos; cuanto más negro y blanco fueran los carretes de las películas, más de su gusto eran. Sin embargo, ahora también le gusta Malditos bastardos. Creo que a medida que envejecemos, los bastardos nos hacen menos daño.
—¿Has visto el abrigo que llevo? —me pregunta orgulloso.
Debió de pasar mucho frío en aquellos años.
—Mi herencia será una colección de abrigos. Lo sé — le guiño el ojo.
Le gustan demasiado los abrigos y las bufandas. También los objetos de alabastro.
—Todos los días, sin excusas, me levanto y vengo aquí para andar un par de horas. En los días impares me duele la rodilla derecha; en los pares, la izquierda. Me ha dicho el médico que no deje de hacerlo, aunque me moleste.
Mi Padre es así. Tiene las rodillas malogradas, pero resucita los recuerdos sin dolo: el envejecer de un taca taca en el trastero; los ambidiestros pantalones cortos para invierno y verano; los diferentes rostros de las tatas y sus dulces postres; el fingido vos y che de su abuelo materno; la ausencia de olor de una de sus abuelas; Cantabria; los grandes pechos de su madre; la cara de mago de su padre, capaz de transformar un llanto en risa con un simple chasquido de dedos; la Colonia del Viso; las negras sotanas de los profesores, donde el padre nuestro y el latín tenían un lugar propio; los llantos en el patio del colegio de su hermano intermedio en su primer día de colegio; su otro hermano, el menos trabajador, a quien su padre no paraba de repetir que «para descansar primero ha de cansarse»; los ojos azules de su hermana; el clon de su hermana pequeña; la primera hostia de los grises; la vez que votó en su nombre un apoderado militar con cara de mala leche mientras él descubría en Londres el sonido de una Gibson; cuando se encontraron, se quisieron y engendraron; cuando destapó la sábana que cubría el cuerpo de su hermano por un atentado terrorista y tuvo que decir «sí»; cuando su hijo comenzó a caminar como un borracho de bar; las paperas y el sarampión; del susto…; su hija y tutu; la boda de su hijo; el olor de sus nietos a toallitas de bebé; la complicidad con su nuera; los adioses, que le dejaron solo a cargo de sí mismo…
Sólo le he visto llorar dos veces: la primera, de emoción. La segunda, no estaba presente, pero su carta lloraba por él.
Se enciende un cigarro. Sempiterno fumador. Qué contradicción, un gran deportista con manos de pedicura y, al mismo tiempo, un fumador empedernido que arrastra el olor a tabaco allá donde va. Me da miedo (y me irrita) verlo fumar tanto. No obstante, contradicciones del mundo moderno, hoy he recibido la llamada del médico y me ha recomendado que fume cuanto quiera. Pues que fume.
—Haces bien. No lo dejes. Camina.
Y caminamos acompañados por árboles otoñales y pisamos hojas naranjas esparcidas por la tierra. Sin duda, nos vemos menos de lo que debiéramos. No vive cerca; tampoco él me lo pide.
—Continúas teniendo el poder notarial, ¿verdad? — me pregunta de manera inesperada. La pregunta me perturba. Nunca me lo ha consultado antes.
—Si, no te preocupes.
Y dejamos el camino. Pienso de nuevo en por qué me habrá llamado. Quizá porque quiere dejar todo en orden o, tal vez, porque necesita ver más a su hijo.
— Empiezo a tener hambre. Llevamos caminando una hora. La mitad de lo que hago a diario — se enciende otro cigarro — ¿nos vamos a comer y a tomar una cerveza?
—¿Sin alcohol?
—Mejor con.
Pues con, qué coño, hoy no me voy a preocupar del delirium tremens que padecemos los que nos acercamos al medio siglo de vida.