La fiesta

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Prólogo

Hace tiempo me invitaron a una fiesta por el cuarenta cumpleaños de un amigo músico. Sé que a la celebración fui en taxi, pues intento evitar el coche cuando voy a beber, pero no recuerdo lo que se me pasó por la cabeza en el trayecto hasta la casa, ni la conversación que mantuve con mi mujer, compañera inseparable de viaje; menos aún que esa noche sería la génesis de NAURA.

Sin embargo, lo que sí recuerdo, a pesar de los años que han pasado desde aquel día, es a su grupo de amigos hablando en una cocina cargada de humo sobre los sin sabores de los matrimonios y amores perdidos, de quienes eran y en lo que se habían convertido, sobre el jodido paso del tiempo, de sus miedos colectivos, y de música, siempre de música, pues sin ella no hubiera habido fiesta.

Y así comenzó todo. Es decir, esa imagen grupal apareció como un sueño bondadoso durante días hasta que decidí plasmarla en un relato cien por cien de ficción que trataría sobre los códigos de mi generación.

Y así lo hice: lo escribí en una mañana como si las palabras se me cayeran a chorro y, quizá de ahí, de la ausencia de distancia y paciencia, venga su estilo desaliñado y atropellado.

No me cabe la menor duda de que al relato le vendría de fábula un trabajo de chapa y pintura, pero, entre nosotros, prefiero dejarlo tal y como salió, pues si lo retocara, sería diferente, y para eso escribí NAURA.

Ahí va:

La fiesta

Nos encontramos en la fiesta de los cuarenta cumpleaños de Francis y, mientras me fumo un porro, inspecciono a todos los que están a mi alrededor y los veo mayores, cambiados. ¿Quién me iba a decir que Javier se convertiría en un abogado respetable? Ahora bien, matrimonialista en proceso de separación y, al mismo tiempo, un romántico empedernido. Cuando tenía veinte años, siempre hacía suyo aquello de «si infeliz es el enamorado que invoca besos cuyo sabor ignora, más infeliz mil veces es quien probó apenas ese sabor y después le fue negado (*)».

Sin embargo, ahora no para de repetirnos su eslogan comercial de picapleitos barato: «Después de quince años casados, te acuestas con una mujer más joven y echas el mejor polvo de los últimos siglos, y piensas, yo también merezco ser feliz. Y ahí comienzan todos los problemas; las peleas por la custodia de los niños, el colegio donde educarles, el importe de la pensión compensatoria y, sobre todo, los reproches.

 Javier se enciende un puro que le ofrece Francis y nos confiesa:

 

— Es el primer cigarro que fumo en el último año. He estado demasiado jodido para hacerlo por la desgraciada separación. En fin, probemos hoy. Va por ti, Francis.

— Bueno, me ha costado veinte euros —contesta.

— Joder, nunca has tenido rollo, fue eso lo que te dijeron, ¿verdad?

— Si, después del concierto, todos decían, «¡búa Rosendo!, ¡cómo has tocado hoy la guitarra!», y yo les dije, «pero qué me estáis contando, si los riffs han sido un desastre», y me miraron con cara de incredulidad y el bajista me dijo; «Francis, es que tú no tienes rollo». Pues eso, no tengo rollo. Soy el único músico en España del Partido Popular.

Yo soy financiero.

— ¿Sabéis que la movida madrileña antes era conocida como «el rollo»? — pregunta Javier.

— Ni idea, tú eres mayor que nosotros.

— Mucho mayor, diría yo —incido.

— Ya, en fin, no tenéis perspectiva de las cosas. ¿Cómo os llamaban? ¿La generación X? Muy porno.

— Mejor lo de «Rockeros: el que no esté colocado, que se coloque.» —le contesto.

Y les vuelvo a mirar uno a uno con detenimiento y me doy cuenta de que, aunque nuestros recuerdos sean irrecuperables, no nos hacen falta fuertes abrazos para reencontrarnos, ni sonreírnos para justificarnos y, menos aún, sentirnos lejanos para acercarnos; con un simple «¿te acuerdas de?», regresamos a nuestra zona cero.

Y doy las gracias a los curas por sus horas de clases de recuperación en las que más que recuperar ese algo que nos faltaba académicamente, fantaseábamos con ella, con la ella de cada momento, donde todos nosotros remábamos en una inequívoca misma dirección; viajábamos hacía los pechos de Calíope, saboreábamos las piernas de Clío, besábamos los labios de Urania, y así somos, o éramos, un sencillo grupo de amigos heterogéneos de un colegio de los de «toda la vida» de curas de Madrid con ganas de ser descubiertos.

— El problema de vuestra generación es la carencia absoluta de rebeldía. —continúa Javier—. Os creéis que el motivo de la fiesta de la primavera era beber.

— ¿Había otro? —pregunto.

— ¿Sabéis que el momento cumbre de la movida madrileña fue en mayo del 81? Los alumnos organizaron un concierto que llamaron El Concierto de Primavera en la Universidad politécnica de Madrid y tocaron Alaska, Los Secretos, Nacha Pop, Rubi… cómo me gusta esa canción «yyyyoooo tenía un novio que tocaba en un conjunto beat…».

Y así continuamos durante horas con muchos «¿te acuerdas de?», pero siendo nosotros mismos, sin maquillaje barato, ni barniz que nos proteja de los agentes atmosféricos, sin tener que sonreír por contrato, sino porque nos da la gana, y hacemos encuestas carentes de absoluto rigor sobre las canciones españolas que más nos han impactado en nuestra adolescencia.

Y algunos votan por La Chica de ayer de Nacha Pop; otros por El Cadillac solitario de Loquillo y los Trogloditas; y los más comercialmente nostálgicos por El imperio Contraataca de Los Nikis. Y las conversaciones son tan triviales que casi me avergüenzo de ellas, pero ¿qué más da? ¿La fiesta no va de eso?

— Es curioso —menciono— que excepto Loquillo, Nacha Pop y Los Nikis no han compuesto buenos temas, ¿verdad?

— Va, —me reprocha Francis— no tienes ni idea. Nacha Pop y Antonio Vega hicieron grandes canciones.

— Creo que Antonio Vega se puso de moda cuando murió —contradigo.

— Para mí era un poeta, un yonqui, pero un poeta —remarca Javier.

— Dicen que la heroína vuelve a estar de moda en Estados Unidos — menciona Juan, el gordito vago del grupo.

Y apurando la chusta me detengo en la flaca cara de Miguel y pienso que siempre ha sido un poco así; raro, alternativo, taciturno, a pesar de ser un niño bien del Barrio Salamanca de los que iban andando al colegio. También me fijo en su nueva mujer, Lucía; es menuda, con el pelo rubio teñido cortado a lo herriko taberna pero con cierto estilillo y, a pesar de mi costumbrismo, me gusta. Está buena y no me sorprende. (Me soplan que es profesora de magisterio y que conoció a Miguel en un garito por la noche, y él, sin que sirviera de precedente, estaba sereno).

Y me confieso; pensar en él me envejece: nuestros recuerdos son demasiado lejanos e inconfesables, y por un instante dudo sobre el origen y conveniencia de nuestra amistad y, es cierto, nos hemos alejado, pero joder, él estuvo conmigo después de aquella noche en la que saliendo por Malasaña tuve la irrefrenable necesidad de probarla y me gustó, ufff si me gustó, demasiado pensé al día siguiente, no sin cierto remordimiento y mucha pena. Pero Miguel estaba ahí como un puto guardián de témpano para sostenerme y me dijo «son bajones lógicos que no hay que darle muchas más vueltas», y me encontré mejor y continúe consumiéndola durante un tiempo. Tampoco me parecía grave; iba aprobando la carrera, mis amigos crecían de manera exponencial y la relación con mis padres era monetariamente satisfactoria. Además, me permitía practicar sexo inseguro y sin complejos.

¿Y nuestra dependencia grupal con Miguel? Confusa, más por la asexualidad con la que describía a la ella de cada momento que por su amaneramiento e histrionismo cuando se animaba. En todo caso, es evidente que estábamos equivocados; un día apareció con Mabel, una niña rubia de pelo liso, y unos ojos tan grandes y verdes que por conquistarlos me hubiera arrancado uña a uña con unas tenazas, y sus labios, joder con sus labios, finos como si hubiesen sido definidos por Matisse con su carboncillo…y siendo así… nunca comprendí por qué se fijó en él; quizá porque me gustaba todo de ella, o tal vez porque una noche lo intenté con un ambiguo resultado.

¿Y cómo terminó con él? pues que la niña era la hija del propietario de una de las firmas españolas más prestigiosas de moda, y estaba tan aburrida de las puestas de largo que la velocidad de Miguel los llevó a casarse a los pocos meses de conocerse en un pazo de la familia de Mabel. Y parece ser que la boda no tuvo los mismos invitados por cada parte, pero su suegro estaba feliz. La organización del evento fue muy profesional (como era de esperar) y el vals muy practicado, y además se afianzó con alguna que otra clase particular, si bien el de la familia de él fue más amateur. Y a pesar de esta felicidad, los problemas comenzaron pronto para tristeza de los políticos. Miguel se aburrió al segundo, siempre buscando la celeridad. Según me comentó Francis, incluso en su propia boda, cuando su estado reflejaba profundos síntomas de intoxicación, lo intentó con una amiga de Mabel. A partir de ahí le dejábamos de ver durante largas temporadas, y cada vez que nos encontrábamos, estaba más demacrado, con un galopante vitíligo y los dientes con síntomas de piorrea.

 Al fondo se escucha «y las niñas ya no quieren ser princesas, y a los niños les da por perseguir, el mar dentro de un vaso de ginebra…» La habitación está cargada de humo y la mujer de Francis insiste en recordarnos que al día siguiente el salón olerá a mil demonios y eso será mortal para los niños. Juan nos sugiere que nos vayamos a otro lugar, al menos los fumadores, pues en breve se montará un grupo de presión en contra de nuestro contubernio a favor del humo. Nos vamos a la cocina entre risas y tambaleos. Al entrar siento un profundo alivio. La estancia es de azulejos blancos que imitan ladrillo y las baldosas del suelo de un gres color Ibiza que me recuerda momentos entrañables. Colgado en la pared hay un cuadro de colores rosáceos donde se intuye unas casas bajas junto con uno campo de centeno, todo muy pastel. El cuadro no destaca por su calidad, aunque me hace sentir bien.

 

En el barullo de la cocina, me fijo en Juan con detenimiento. Lo veo nervioso mientras se sirve una copa y le resbalan lágrimas de sudor por su frente. En un primer momento, pienso que es por su sobrepeso, sin embargo, hay algo en él que me recuerda a comportamientos pasados. Se expresa con rapidez, pero al mismo tiempo divaga con agitación y le tiembla la copa en la mano y me mira de soslayo y entendiendo en su midriasis lo que estaba ocurriendo. Miguel también.

Ya de vuelta en el salón continuamos bebiendo y recordando tiempos pasados, contando anécdotas repetidas hasta la saciedad, pero que aún nos resultan divertidas. Las mujeres nos dan ligeros toques de atención: «mañana hay que madrugar que Pablo tiene partido de futbol a las 8:30 am»; «tenemos comida con mis padres»; «Nuria está un poco resfriada y estoy preocupada». Francis baja la intensidad de las luces y el salón se oscurece. La mesa de centro art déco está llena de vasos, algunos con hielos medio derretidos, otros recién estrenados, y varios ceniceros rebosantes de colillas humeantes.

Convertirnos en adultos ha sido nuestra elección.

La televisión sin volumen retransmite Margin Call y yo me encuentro hipnotizado. Francis me balbucea, pero estoy distraído intentando recordar la conversación del presidente de Lehman Brothers con el director de ventas aquella noche antes del gran colapso del sistema. Reflexiono sobre lo que haría si me encontrara en semejante situación: asegurar el futuro de mis hijos manteniendo nuestro actual nivel de vida, o defraudarme a mí mismo, e incluso a los míos. Menuda paradoja.

En ese momento entran Juan y Miguel en el salón. Los veo contentos y Miguel comienza a bailotear, con los puños levantados al cielo a modo de ruego, una canción que tampoco tiene tanto ritmo como para que se baile de esa manera. Me olvido de la película y me fijo en ellos con mucha atención, e incluso tarareo la canción Bitter Sweet Symphony … hasta que escucho un lamento.

Y me asusto, me asusto jodidamente ante el alarido de Miguel, pues se desploma encima de la alfombra y rompe una mesilla junto con una lámpara de pie de estilo industrial. En el suelo, comienza a agitarse sin control, apretando fuertemente las mandíbulas durante algunos minutos hasta que se queda plácidamente abatido.

Pausa. Silencio. Ausencia.

Pasadas unas semanas me encuentro con Lucía. La siento tranquila. Va vestida de manera informal pero elegante, incluso calzando unas bailarinas. Me cuenta que semanas antes del cumpleaños de Francis se lo habían diagnosticado. Ya llevaba un par de sesiones de esa mierda y parecía que se encontraba bien, aunque había decidido ocultárselo a todos, incluso a sus padres, y me susurra: «la mezcla debió de ser demasiado. Creo que se aburrió. Eso es todo».

Se pone de puntillas y, dándome un beso en la mejilla, se desvanece.

La fiesta
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