Cristales rotos

Y de solo observarla, en especial al caer la noche, deseaba esconderme en posición fetal en el útero materno, pues siempre he tenido miedo a lo desconocido.

Y cuando pasábamos en grupo por delante de ella, me refugiaba en la manada con indeleble arrojo, oprobio comportamiento, hasta que nos alejábamos y volvía a encabezar la peregrinación como un apuesto mesías de refinada oratoria y laureada reputación. 

Y según nos contaban los porteros, barrenderos, en definitiva, la gente de esculpidas manos callosas, la casa con sus grandes árboles como champiñones gigantes, se encontraba abandonada desde mucho tiempo ha. 

Y eso nos llenaba de intriga y nos incitaba a contarnos 
historias rocambolescas y a segregar serotonina sin mesura, lo que nos producía alucinaciones psicotrópicas a pesar de la ausencia de ácido en sangre y mota en los pulmones.

Y tal vez por eso la veía tan hermosa, incluso con los ojos apagados, y al mismo tiempo tan misteriosa, como si hubiese sido concebida por un entrañable gordito calvo de perversa imaginación. También, quizá porque desde niño era un ávido glotón, me recordaba a un palacete de chocolate derretido por el calor, con grandes churretones convertidos en ventanas de aspecto gótico.

Y con la reminiscencia de esa mezcolanza de sabores dulces, recuerdo que ese verano multiétnico malgastábamos gran parte del tiempo sentados en un poyete, tonteando entre nosotros y descubriendo nuestra propia sexualidad, y yo, además, deseando a Beatriz, una beldad de origen peruano, algo menuda, de ornato rostro y piel morena, que me tenía locamente ensimismado.

Y así pasábamos los días y parte de las noches, entre el fútil sofoco veraniego, la holganza del tiempo, la estulticia adolescencia y el misterio que nos suscitaba la casa. 

Y un día cualquiera, sin saber muy bien por qué, decidimos con fiereza moderada profanar su interior, allanar la propiedad sin propietario.

Y entramos en fila india, liderados por mi primo, el más alto de todos nosotros, quien alumbraba el interior con una linterna de mano. La luz mostraba un pasillo largo, de paredes húmedas grafitadas con colores vivos y marcas tribales como botellas con mensajes lanzadas al mar por jeringuillas multiuso.

Cristales rotos.

Y de manera precipitada, una sensación de sorpresa nos atrapó; padecimos al unísono pareidolias y sentimos presencias extrañas y, asustados, corrimos, corrimos veloces sin mirar al pasado, éxodo juvenil, diáspora pueril, y nos atropellamos en la huida y nos desperdigamos por doquier y, una vez fuera y a salvo, me encontré a solas con Beatriz.

Y la miré y me miró, y percibí como sus incipientes pechos iban inflándose y desinflándose al ritmo de su agitada respiración, y afásico, me excité; no pude resistirme y la besé, ella no me rechazó y nos besamos mucho ante la miríada de estrellas, y un agujero negro succionó todo lo que había a nuestro alrededor, quedándonos solos en el espacio vacío y, sin amainar, los besos nocturnos se repitieron sin piedad, y los miles de besos produjeron explosiones comparables al big-bang, a la explosión de una cabeza nuclear y todo, todo, se convirtió por una noche en la explicación de las cosas, en el origen del universo y yo me sentí inmortal. 

Y terminado el verano, nunca más la volví a ver y sufrí por su ausencia, pero me consolaba reviviendo esa lejana efeméride con la fotografía que me regaló en esa noche de besos. La imagen mostraba un enjuto y sonriente indígena peruano, moreno, con el pelo azabache, despeinado y largo hasta los hombros. Al fondo se observaba una aldea de casas construidas de caña y barro, y unas llamas viviendo en avenencia con las personas del poblado, así como una montaña cubierta por una indefinida alfombra de color verde loro. La foto parecía una especie de cuadro de tonos primarios, donde destacaba también un cielo azul grisáceo y unas nubes que amenazaban con una terrible tormenta. Soñaba que un día visitaría aquel mágico lugar, y crecería con ella a mi lado, y tomaría pisco en una taberna y comería ají de gallina, cebiche, y tantas cosas bonitas sucederían que me convertiría en un cóndor. Volaría a miles de kilómetros por hora, atravesaría esas nubes amenazadoras, planearía por los Andes y cruzaría el océano Atlántico, llegaría a El Escorial y continuaría volando por el Monte Abantos, observaría con mis profundos ojos la majestuosidad del Monasterio de San Lorenzo, el verde campo de Golf de la Herrería y mi casa de verano y, abandonados mis delirios y aparcadas mis fabulaciones, lograría la absolución de mis pecados, pues aún, pasados todos estos años…

…La continúo amando.  

Cristales rotos
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