¡Ay, Candela!

Y me despierto sudoroso; no hay cigüeñas en la habitación, ni veo a Hans Christian Andersen mascando chicle, pero sé, como cuando el menisco me avisa de que la lluvia está al caer, que el día señalado ha llegado.

Y esa noche soñé, soñé mucho, soñé raro, me ensoñé, sin viajes astrales, pero sí en planos carnales y con entes consanguíneos.

Mi mujer duerme, si bien las muecas de su cara reflejan inquietud. Al rato se despierta y mirándome con semblante serio, me dice:

— Hoy no vayas al trabajo. Ten todo preparado.

Y así se hace. Obedezco. Abro la bolsa de polietileno con dibujos pueriles y meto ordenadamente pañales, polainas, jerséis, peucos, crema para el culo, crema hidratante, crema para rozaduras, crema para los nervios, crema para los sarpullidos atópicos, toallitas húmedas, gasas esterilizadas, un arrullo, jabón neutro, una muda para mí, muchas mudas para ella, sujetadores de lactancia, bragas altas de cintura anti lujuria, compresas tocoginecológicas, batas, zapatillas, diazepam en cantidades ingentes como para matar a un caballo y, por un instante, me siento como la jodida Mary Poppins y me pregunto:

¿Entrará también en la bolsa el puto perchero del salón?

Comienzan las contracciones, las cronometro con la jodida aplicación del iPhone. Cada vez son más intensas, setenta segundos, cincuenta segundos, escucho a mi mujer resoplando, roznando, cabreada, muy cabreada, como si yo fuera el culpable de todo su dolor (¿lo soy?). Sus ojos se agrandan, su cabeza gira trescientos sesenta grados como la de esa simpática niña, la cama tiembla. Tengo miedo y no puedo fumar. Me siento aquel piloto en Cabo Cañaveral que deseaba convertirse en el primer astronauta en salir de la órbita terrestre, y tengo lo que hay que tener, y aguanto una presión superior a cinco fuerzas G, y todo ello, sonriendo, calmándola y queriéndola mucho.

¡Dónde coño están las llaves del coche!

Las encuentro, las llaves, pues estaban en el cajón de las llaves, anomía personal, reluctancia intransferible, y a lo Spock, nos tele-transportamos al hospital. La recepcionista «come bambas de nata» nos recibe con absoluta indiferencia y aplicando el maldito protocolo. Nos sentimos maltratados con tantas preguntas inoportunas. Le grito, con educación controlada, que necesitamos que nos ayuden, y que, por favor, no nos interroguen más. Le insisto, somos inocentes. Lo juro.

Pasa una matrona por el pasillo. Le ruego:

— Señorita, piedad, a mi mujer se le va a salir la niña aquí en el vestíbulo.

—Si es así, no se preocupe, que la recogemos.

La realidad supera a la ficción.

¿Realismo mágico?

Y mágicamente un dicharachero enfermero cubano la traslada en una camilla a una habitación y, sin perder la sonrisa, nos dice que parir en Cuba es peor.

Pero no encontramos consuelo en sus palabras, pues para nosotros La Habana es sol, mojitos, salsa, puros, ron, Hemingway y los hermanos Fidel, no Houston. Además, el dolor de las contracciones aumenta y mi mujer suplica que la inyecten morfina, heroína, lo que sea para sentirse feliz como una yonqui de colegio privado y futura cliente de una salus con manos de manicura.

La matrona la intenta tranquilizar.

—Nena, te vamos a poner de oxitocina hasta las orejas, pero eso será llegado el momento. Cuando alcances los diez centímetros de dilatación, te llevamos directa al paritorio.

Plegarias atendidas.

—Será zorra  —susurra mi mujer.

Mientras tanto, yo la calmo (o lo intento), y ella como contraprestación me retuerce la mano con absoluta ausencia de amor

—Gorda, respira con ritmo. Ya sabes, recuerda lo que nos decían en el curso de preparto; inspira, exhala, relájate, siente cómo tus pulmones se llenan de oxígeno. Disfruta el momento —le digo.

—¡Me cago en ti, en la respiración y en este momento! —me grita colérica.

Por suerte, para mi mano y su consciencia, alcanza los diez centímetros con cierta rapidez y la llevan al quirófano. En el traslado, ruega de nuevo a la matrona que la metan otro chute en vena porque el dolor vuelve con fiereza.

Desaparece de mi vista.

Me quedo solo en una habitación contigua al paritorio. Me agrada la diatriba de los hombres abandonados. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo los nervios aumentan. Todo transcurre demasiado lento, mi alrededor se derrite como los relojes de Dalí y pienso en tirarme a la bolsa, desordenar todo su interior y prepararme un cóctel de diazepam, pero la abstracta idea de paternidad me paraliza. Me instalo en una planicie mental.

Al rato me avisan para que vaya al paritorio. Entro con el valor de quien se enfrenta a un toro miura dopado de testosterona. El doctor me descubre y con voz pausada, me advierte:

—Si te vas a desmayar, por favor, sal del quirófano. No queremos héroes.

—No se preocupe, me comportaré. —contesto con la confianza de un futuro papá primíparo.

El doctor se coloca a un lado de mi mujer y apoya el brazo derecho en su pecho, y empuja con hostilidad el cuerpo de mi hija hacia el útero. Noto reflujos gastroesofágicos. Me da miedo que la lastime. Todo me parece muy animal, como si estuviera viendo un documental del National Geografic…hasta que escucho el llanto de un bebé…

…Y mi disforia amaina.

Al rato me la dejan coger y la sujeto entre mis brazos; la ausculto, observo su rostro. Es gorda, de tres kilos y ochocientos gramos a pesar de haber nacido con cuatro semanas de antelación. Y delicada (como lo es ahora a sus diecisiete años), de nariz elegante, y de ojos tan azules que a cualquier desamparado le gustaría sumergirse en ellos para jamás abandonar ese banco de niebla.

Y me acuerdo del sueño de la noche pasada, y me asusto, me quedo afásico, embólico; la apoyo en la cama donde se encuentra acostada mi mujer, extiendo el arrullo y la doy la vuelta para comprobar si ha nacido con cola de cerdo.

Respiro aliviado, es humana; me atrapa con su minúscula mano mi dedo, y me acuerdo del tío Gabriel, y lloro, lloro mares salados hasta que todo mi universo queda inundado.

¡Ay, Candela!
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