Garitos sin hora de entrada ni salida.
Garitos de barra libre.
Me conocen por ahí, en los suburbios o en las zonas de alta alcurnia,
como El Instructor,
como aquel excéntrico monstruo de Tasmania que regenta un antro sin paredes, puertas ni ventanas.
Mi morada, pues mía es aún sin tener la escritura de la propiedad en regla, simboliza un lugar abierto al mundo,
un nirvana para los desdichados o afortunados, para los claros u oscuros de piel, donde no se explota el derecho de admisión ni existen contraseñas para su acceso,
un club social con millones de miembros con cuotas impagadas y arrastrados por la corriente de ríos helados y cálidos, terrestres y subterráneos, atrapados en la búsqueda de lugares comunes,
un terreno propio para patriotas sin patria, humanos sin cuernos ni rabos, pero que, por divina misericordia, nos identificamos entre nosotros sin necesidad de tributos ni marcas tribales, pues somos atraídos por la misma e intransferible fuerza gravitatoria de la necedad.
(***)
Temible contradicción.
Alegoría obsoleta.
Anacrónica visión.
(***)
Y he ahí el leitmotiv de mi realidad:
diseño viajes a través de nuestra cínica existencia.
Porque soy una especie de chamán urbanita que imparte sesiones terapéuticas sobre cómo colorear vidas y montañas,
que interpreta los sueños, tus sueños, y los convierte en realidad,
que transforma la lluvia en partículas de sol,
y, aun así,
se la bebe,
la lluvia.
A mis discípulos los recluto en cualquier lugar del planeta:
en un retiro espiritual en el que los asistentes buscan el reencuentro nunca satisfecho,
en un club de sadomasoquismo donde la madame parece una butifarra embotada en cuero negro,
en un fumadero de opio con sábanas color vainilla en el barrio de Tetuán,
en un iglú.
Lo dicho:
en cualquier parte. También en la mierda.
Y todos, siempre que estén vivos o les quede algún resquicio de esperanza,
son bienvenidos a mi local en el que, para su dicha, existe la libertad de expresión.
La clonación ideológica se castiga con la indiferencia.
Y Pedro destaca entre mis discípulos por sus ojos alargados como un leviatán económico y familiar,
prejubilación bancaria sin demencia senil,
hijos universitarios emigrados a países donde la lluvia moja, pero no hunde,
esposa revelada como una paloma con el síndrome del nido vacío que busca la concurrencia entre garnachas y cabernets sauvignons,
reproches y ofensas matrimoniales.
El amor no es un término contable que se pueda medir por el número de favores, pero sí por el de coitos.
Se dejan de querer. Amor caducado.
(***)
Y un día, él, en un momento de desesperación personal y con la misma mirada con la que oteaba a su esposa, me pregunta:
—¿Tiene sentido ser liberal en el sur de Europa y socialdemócrata en el norte?
—No soy un instructor político, pero sí te puedo decir que no hay futuro en soledad; planea.
Y como buen discípulo, me obedece sin rechistar.
Y es su día.
Y entregado su ordenador y firmado el documento que acredita su devolución, Pedro se convierte en un pre – jubilado de cincuenta y tres años con una cláusula de no competencia a sus espaldas.
Y llegado el momento, sube por las escaleras de incendios del rascacielos, jadeando como un hipopótamo y con las venas de la frente palpitando como si el corazón hubiese nacido dentro del cráneo.
(***)
Pulsaciones descontroladas.
Cuerpo sudoroso.
Pupilas dilatadas.
(***)
Desde el tejado se respira Madrid, se observan viviendas de ladrillo rojo de diferentes alturas, coches diminutos que parecen hormigas, y gente, mucha gente pequeña, como si fuera un mundo liliputiense donde él es un gigante de rizada barba negra.
Al fondo se ve, sin impedimentos urbanísticos, la Sierra cubierta de nieve.
Sin embargo, al mirar en el vacío, unas nubes de contaminación con aspecto de nata mezclada con pólvora le impiden ver el asfalto.
Allí, en la cúspide de las alturas, por un instante, se siente poderoso, y un escalofrío recorre su cuerpo al pensar que, en cualquier momento, la torre se podrá transformar en una nave espacial y él se convertirá por vez primera en un comandante en jefe capaz de bucear los cielos.
Planea muchacho.
Planea vejestorio.
Y se acerca al borde de la azotea, respira con sus pulmones de honesto fumador,
y se lanza en caída cerrada con el mono de alas sin desplegar,
y desciende a más de trescientos kilómetros a la hora, acercándose velozmente a la nube de nata mezclada con pólvora,
y a medida que se aproxima, sueña que la nube es un marshmallow gigante,
y cierra los ojos,
y la atraviesa,
y vuelve la luz,
y los liliputienses ya no son puntos negros sino frutas de colores que bailan al ritmo de “Riders on the Storm”,
y estira el cuerpo como si estuviera en un potro de tortura,
y volando nap – on – the – earth, cambia varias veces de trayectoria y hace piruetas aprendidas en las ilustraciones del kama – sutra,
y antes de incrustarse contra el suelo, tira del pilotillo y el paracaídas se infla al entrar en contacto con el aire como una medusa propulsándose en el agua,
y lentamente comienza el aterrizaje hasta que apoya los pies en el asfalto; busca a su alrededor, inspecciona a la gente y ya no son frutas de colores sino personas de carne y hueso con sus propios miedos, gira la cabeza y mira al rascacielos y le da la espalda, al rascacielos.
Desaparece sin volver jamás la vista atrás.