Milonga

Los nacidos en el siglo XXI para aclarar su año de nacimiento dicen que son de “cero – cero”, “cero – uno”, “cero – dos”, “cero – tres”. Es decir, se llaman por los últimos dos dígitos de los cuatro que componen el número completo del año. Nada nuevo, puesto que nosotros, los de la generación X, al igual que los de la Z e Y, también los de la perdida y no encontrada, hacemos lo mismo para economizar esfuerzos lingüísticos.

Mi hija, en teoría pertenece a la generación Y, colectivo irreverente en el buen sentido de la palabra, y que dominan internet y las nuevas tecnologías. Con ella he pasado unos días en Bélgica. Despegamos a las 20:05 p.m. desde el aeropuerto de Barajas —para mí siempre se llamará así. El pelo de la barba me nace blanco— el 3 de diciembre de un día frío y lluvioso en Madrid, y aterrizamos en Bruselas a las 22: 28, p.m. quien nos recibió con cero grados centígrados, pero con el cielo despejado.

Por fortuna, la globalización todavía no ha canibalizado la meteorología.

Una huida de cuatro días por Amberes, Gante, Brujas, Tournai, Dinant, Namur y Bruselas, al más puro estilo Thelma & Louise, pero entre padre e hija, pues todos huimos de algo, incluso ella, que a sus diecisiete años necesita de refugios y alejarse del abrasivo sentimiento de responsabilidad en el que por momentos parece vivir. Es un diez de pana y no es amor de padre. Es un hecho irrefutable y objetivo: brillante en los estudios, moderada en sus opiniones, madura a pesar de tener las hormonas en un twist continuo, y, a su manera, comprometida con la sociedad. Quiere ser ingeniera biomédica y lo será.

Durante estos días hemos compartido prolongados silencios alterados, según me cuenta, por mis estridentes ronquidos. También hemos conversado mucho, la mayor parte del tiempo sobre banalidades, como corresponde a cualquier parloteo entre un padre y una hija.

Las diatribas solemnes las suelo dejar para las noches de borrachera.

Sin embargo, entre chorradas y trivialidades, se han colado suficientes mensajes tribales para hacerme entender como las nuevas generaciones se enfrentan a los retos de la vida. Muchas de estos estereotipos me han recordado a lo que dice la protagonista de la sorprendente novela Feria: cuando lo digo la gente piensa que soy gilipollas y pienso yo: tienes 32 años, cobras mil euros al mes, compartes piso y las muchas cosas que tienes que hacer antes de supuestamente asentarte son ahorrar durante un año para irte a Tailandia, comerte una pastilla y hacer arrumacos a tus colegas.

Es decir, me temo que en cada época nos han vendido un tremendo milongón. De diferentes tamaños, colores y sabores, pero siempre la misma milonga. Y todas las generaciones nos la hemos tragado. Para ejemplo lo que escribe un tipo en internet sobre nosotros: la mayoría de los miembros de la llamada Generación X (aquellos nacidos entre 1961 y 1980) tienen vidas activas, equilibradas y felices en las que dedican gran parte de su tiempo libre a la cultura, el ocio al aire libre o la lectura.

¡Ole sus huevos! Entiendo por este párrafo que el resto de las generaciones lo que buscan es tener vidas inactivas, desequilibradas e infelices.

En mi novela Naura, Alex, el protagonista de la historia, cita textualmente: Somos una generación dionisiaca, contradictoria y nacida en la abundancia: al primer llanto nos dieron leche; a la primera herida nos curaron con Betadine; a la primera carie nos empastaron la muela; con las primeras gotas de lluvia nos compraron unas botas de agua; en el primer cruce de caminos nos cogieron de la mano; al primer despido nos becaron con cuatro meses de prestación por desempleo.

Tal vez sea cierto que cada nueva generación es más de cristal que la anterior, más frágil, que tienen menos interiorizado las diferencias entre las obligaciones y los derechos, los ingresos y los gastos. También que ahora entre sus tribus urbanas no abundan punks, heavies, ni roqueros, que tampoco apuntan los números de teléfono en trozos de papel después de una salida nocturna, pero sí que cuentan con cayetanas, otakus, vintages y, por supuesto, con mucho poliamor.

Pudiera ser, aunque no es menos cierto que gracias a ellos se busca más que en épocas pretéritas los equilibrios personales, que aportan más racionalidad a los horarios laborales, como ya ocurre en muchos países del norte de Europa, y que, por supuesto, son más tolerantes con las minorías. No podría ser de otra manera. Avanzamos, aunque a veces lo dudemos. Somos animales de relación que nos comportamos según evoluciona la sociedad. En caso contrario, no seríamos humanos sino amebas.

Dios nos libre de semejante fortuna.

Por ello, me aburre que te cagas que se diga que los jóvenes de hoy en día no tienen capacidad de sacrificio, puesto que lo tienen todo. Que se lo pregunten a mi hija. Abordar el debate de las diferencias entre generaciones desde ese ángulo me resulta rancio y de viejo. Siempre terminan, los viejos de espíritu, con el mismo comentario: antes se hacían mejor las cosas.

Menuda cobardía.

Y les pregunto:

¿Qué tipo de mundo vamos a dejar a nuestros hijos? ¿Estamos tomando las medidas correctas para afrontar el cambio climático? ¿Estamos dispuestos a pasar frío para acelerar la transformación energética? ¿Estamos hipotecando el futuro de nuestros hijos por el aumento del endeudamiento de los países occidentales? ¿Qué significa para nosotros la meritocracia? ¿Les estamos preparando para las próximas pandemias? ¿Las nuevas tecnologías han fragmentado las opiniones en perjuicio de las aspiraciones colectivas? ¿La palabra libertad se utiliza como silogismo para blanquear cualquier tipo de comportamiento? ¿Estamos ante un nuevo paradigma económico que por fin nos hará tener a todos las mismas oportunidades? ¿En el 2022 un chico de clase media de Soria podrá terminar como presidente de un Banco de Inversión? ¿Continuaremos aumentando las desigualdades sociales y deteriorando a las clases medias? ¿Afrontaremos en algún momento el problema de la emigración con dignidad y racionalidad?

En definitiva, y ahora en plural mayestático: ¿Seremos capaces de preguntarnos qué tipo de habitación propia les queremos dejar para que puedan escribir su propia historia?

En fin, creo que no hay solución, más allá de las benzodiazepinas, que tampoco vienen mal de vez en cuando. Desde luego, yo no la tengo. Solo escucho que antes se jugaba mejor al fútbol, se escribía con mayor profundidad, el cine de verdad se filmó en los años cincuenta, la comida era más sana, las calles eras más seguras, los vinilos eran más auténticos que Spotify, y la música comenzó y terminó en los Beatles.

Lo sé, para ellos cualquier tiempo pasado fue mejor…

… ¿Y para nuestros hijos?

(***)

Son las 7:14 a.m. y vamos a despegar para regresar a Madrid. Estamos sentados en la salida de emergencias. Una azafata vestida con traje de falda y chaqueta, y con el pelo recogido en un moño, nos explica lo que tenemos que hacer con la puerta del avión en caso de accidente. Cuando ha terminado de explicarnos el procedimiento, mi hija me ha mirado y me ha dicho «no me he enterado de nada». Pues yo tampoco. 

Empezamos bien el camino de regreso.

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