Por Gonzalo Montes AmayoPublicado el 4 de enero de 2023Publicada en Confesiones Una cámara enfoca a la heroína del cuentoa una adictiva figura cubierta por unas sábanas manchadasa una pierna muerta de uñas pintadas de rojo carmín,caballo de Troya de la pulcritud y la estética.Apoyo su pie en mi bocay tanto me alivia que de nuevo busco nuestra otredadsin olvidar la tozuda realidad,aquélla como la de los asnos desbocados que galopan entre bosques de recuerdos, esa como la de los salmones que nadan contracorriente por venas azuladasen las que clavar la jeringuilla, porque me apabullaba su catalepsia,su muerte,porque la pude rescatar, pero no la pude despertarporque soy un simple cobarde con demasiadas noches y pocos días. Penitencia: sin duda debía llegar la justicia poética y llegó. Triste epitafio comúnpero me resisto a que su imagen desaparezcason momentos únicos de contemplación y ocaso de una revelación. El rojizo bucle se confunde con la ausencia de respiración acerco a su pelo la palma de mi manoy su cuerpo se evapora pues ya no hay mujer en su cuerposino partículas de polvo cósmico suspendidas en la habitación una habitación que me mira con ojos carentes de dolor,por fin,y que me hace recordar lejanas efemérides:nuestro primer beso nuestra primera humedad nuestra primera pieza de piano nuestro primer cigarro de rock & roll. Y entonces pienso en el ácido de su midriasisen su falta de serenidady en el día en que mis cuidados paliativos dejaron de tener sentido, pues supe que jamás abandonaría sus dolores,tampoco su adicción sofocante,de ahí el llanto enrollado a mi alrededor como dedaleras venenosas que clavan sus púasen nuestra promesa común hasta que escucho su cálida voz para apaciguar nuestros recuerdos malditos, bastardas despedidas llenas de esperanza,y entonces abro la palma de mi mano y guardo su fotografía. La pérdida Navegación de entradas MilongaUn traje a medida