La pérdida

Una cámara enfoca a la heroína del cuento

a una adictiva figura cubierta por unas sábanas manchadas

a una pierna muerta de uñas pintadas de rojo carmín,

caballo de Troya de la pulcritud y la estética.

Apoyo su pie en mi boca

y tanto me alivia que de nuevo busco nuestra otredad

sin olvidar la tozuda realidad,

aquélla como la de los asnos desbocados que

galopan entre bosques de recuerdos,

esa como la de los salmones que

nadan contracorriente por venas azuladas

en las que clavar la jeringuilla,

porque me apabullaba su catalepsia,

su muerte,

porque la pude rescatar, pero no la pude despertar

porque soy un simple cobarde con demasiadas noches y pocos días.

 

Penitencia: sin duda debía llegar la justicia poética y llegó.

 

Triste epitafio común

pero me resisto a que su imagen desaparezca

son momentos únicos de contemplación

y ocaso de una revelación.

El rojizo bucle

se confunde con la ausencia de respiración

acerco a su pelo la palma de mi mano

y su cuerpo se evapora pues

ya no hay mujer en su cuerpo

sino partículas de polvo cósmico suspendidas en la habitación

una habitación que me mira con ojos carentes de dolor,

por fin,

y que me hace recordar lejanas efemérides:

nuestro primer beso

nuestra primera humedad

nuestra primera pieza de piano

nuestro primer cigarro de rock & roll.

Y entonces pienso en el ácido de su midriasis

en su falta de serenidad

y en el día en que mis cuidados paliativos

dejaron de tener sentido,

pues supe que jamás abandonaría sus dolores,

tampoco su adicción sofocante,

de ahí el llanto enrollado a mi alrededor

como dedaleras venenosas que clavan sus púas

en nuestra promesa común

hasta que escucho su cálida voz para apaciguar

nuestros recuerdos malditos,

bastardas despedidas llenas de esperanza,

y entonces abro la palma de mi mano

y guardo su fotografía.

La pérdida
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