Un traje a medida

Prólogo:

Leyendo estas cuatro páginas he sentido que acaso tengas entre manos el germen de algo importante… En este caso es como si esa voz torrencial, incesante, tan caprichosa como los algoritmos bursátiles y tan lábil como los movimientos de capitales, pudiera abrir la puerta a una circunstancia más poderosa: una radiografía del presente, un clima moral o la confluencia de ambas circunstancias… Sin duda el interés tiene que ver aquí con el foco, ese narrador en el que detecto ecos de American Psycho (aunque sin sangre todavía: la obsesión por la marca, la religión del dinero, el acopio de pieles, la vacuidad de lo material) y de Margin Call (el cableado conectivo de la contemporaneidad, donde todo forma parte de todo, o al menos así se nos hace creer). Por ello te invito a que no abandones esta voz y a que profundices en el personaje acercándolo a un horizonte más próximo, no necesariamente basado en o contaminado por referentes alejados de nuestro aquí y ahora…

 Y gracias a esta recomendación de un gran escritor nació Alejandro Velarde, el protagonista de Naura…

Un traje a medida

(Fragmentos en el capítulo 2 de Naura).

  Suena el teléfono y me irrita: la voz de mi secretaria, más aún.

—Te llama John Browne de Goldman Trees para agendar la presentación del informe sobre las coberturas de divisa.

—Por favor, dile que estoy reunido y que le devolveré la llamada.

Miento.

  Me tomo el segundo café de la mañana junto con un espidifen doble mientras leo una singular noticia en el periódico:

  «En Nueva Zelanda, un australiano ultraderechista islamófobo ha disparado con un arma automática en una mezquita y ha matado al menos a 49 personas, y lo ha retrasmitido en directo por las redes sociales con una cámara adherida a su cuerpo».

  Reflexionó: Qué extraño está el mundo, qué falta de orden.

  Sin duda, todo sería más fácil con la presencia de un Gran Hermano que nos coma la moral, y los que no estuvieran con los «propios», con nosotros, que fueran «ajenos», extranjeros a él, que es un dios, que no un adiós. Como dice mi primo; «el mejor sistema político es la dictadura, en donde el dictador soy yo». Yo tengo a mi Amado Líder y todo funciona bien en el trabajo; él manda y yo obedezco.

  Entra demasiada luz en mi despacho y quiero unas gafas de sol para dejar de fruncir el ceño y que mi cara no se quede perpetuamente marcada al estilo de Scarface, si bien no quiero morir como él, pues lo admito: soy un palmero de salón. 

  Veo pasar a Javier a través de la cristalera de mi despacho; es hijo de un taxista del sur de Madrid. Se le nota, pero no sé en qué. De joven vivía rodeado de extranjeros sumisos a su dios único y verdadero, encarcelados en un tren de cercanías pintado por grafiteros y con polis yonquis deambulando por las calles como zombis en un mundo post apocalíptico.

  Reflexiono de manera superficial sobre su paradójica situación; un joven de clase humilde estudia como si no hubiera un mañana, le admiten en una buena universidad, se mata a trabajar padeciendo múltiples overnights, asciende por meritocracia, gana dinero, mucho, no anhela saborear un escribano hortelano al Armañac con una servilleta en la cabeza, rechaza el estereotipo de El Lobo de Wall Street y, sin embargo, sus propios compañeros de barrio, sus amigos de la infancia con quienes compartía sus amores primaverales, le vociferan «jodido capitalista». El exitoso joven pasa de ser un universitario de izquierdas con un sentimiento de jovial rebeldía, al lado más verde. Todo se reduce a una máxima como me enseñó mi profesor de hacienda pública; «el conservador es aquel que tiene algo que conservar».

  También veo pasar a Miguel con un café del Starbucks en la mano; viste bien, aunque vaya de casual. A mí, sin embargo, me gusta vestir de traje, pero han de ser azules marinos. Y las camisas blancas o azules claras. Las corbatas oscuras, aunque llevarlas últimamente empieza a ser un poco de nerd. En Londres ya casi nadie se las pone; en los hedge funds, menos aún. 

  Hay mucho mito sobre la elegancia: ahora está de moda los calcetines color rosa con unos aviones azul cielo como si los hubiese pintado un niño disléxico de cinco años. La clase sin duda está en los zapatos; unos Oxford lisos son versátiles y elegantes, los brogue algo menos, y los monks… prefiero no comentar… Hemos pasado de usar zapatos mocasines a llevarlos de hebilla y creernos lores ingleses. Paradójico: en Inglaterra calzan zapatos de cordones y suelas de goma. Tiene su sentido por la humedad, pero para mí son de jodidos horteras.

  No paro de otear el reloj del ordenador y la pierna izquierda me tiembla más que nunca. Arden mis ojos de tanto mirar el monitor de Bloomberg, aunque a mi «yo interior» le reconozco que me gustan esas pantallas. Disfruto viendo gráficos y datos que expliquen las subidas y bajadas del precio de los bonos y de las acciones. La soberbia me engaña, haciéndome creer que tengo todo controlado, cuando la realidad es que no entiendo un carajo de lo que está sucediendo a mi alrededor, y menos aún de lo que va a pasar en un futuro cercano, a pesar de leer el Financial Times en el baño todas las mañanas (realmente leo El Expansión), y sobre la globalización y la revolución tecnológica.

  Me doy una tregua para intentar analizar, sin éxito, los datos macros del día, y me pongo a escribir el informe de mi cliente, Goldman Trees (sé que John Browne volverá a llamar en breve), pero lo acabo dejando a la tercera línea. Buceo en internet, miro los movimientos de la tarjeta Amex…y…ufff…ayer creo que me gasté quinientos pavos. Continúo sumergido en la web y noto que se me está acabando…lo estoy rastreando todo; desde el comienzo de los mundos hasta los mismos límites del nuevo sistema de alineamiento y subyugación. Hoy creo que va a ser un día en blanco en mi carrera profesional…mucho blanco estos días… Va a ser muy largo, a pesar de ser viernes; sabes cuando entras, pero no cuando sales. No me debí tomar esa última copa, ¿o la penúltima? ¿Y la antepenúltima? El sábado tengo que llevar a los niños a la Warner. 

  Disfruto los jueves; más bien los gozo. Suelo ir al Cromen a cenar carnaza con los compañeros del trabajo, y dependiendo de la custodia de los niños y/o la testosterona acumulada durante la semana, me acompañan solteros o separados, o un combinado de ambos, pues ambas tribus tienen el mismo objetivo por las noches. En el restaurante – bar de copas nos conocen a todos (seguro que tenemos incluso apodos), nos tratan bien, y con un porcentaje elevado de éxito, terminamos de manera honrosa, y exonerados de la responsabilidad de tener que usar Tinder. Confiamos mucho en que, en el siglo XXI, los nuevos cuarenta son los antiguos treinta. Cuando terminamos de cenar, nos gusta soltar adrenalina; nos jugamos quien paga la cuenta a la «tarjeta rusa». Las dejamos encima de la mesa y es el camarero quien la elige…Creo recordar que ayer perdí, de ahí la leche en la american

  Después del Cromen, solemos ir al Pasmao. Cada vez que entro tengo la sensación de retroceder en el tiempo. Todos volvemos a los veinte años y recuperamos lo perdido de nuestra generación X, símbolo que representa en álgebra, la media, el promedio, y en la más dura realidad, la mediocridad y la ausencia absoluta de interés por la búsqueda de la diferenciación. Escucho «Cien Gaviotas Dónde Irán» y veo Levis 501 y New Balance por doquier, y las mujeres, ligeramente cambiadas, pero todas barnizadas y guapas. Me ilusiona soñar que una noche cualquiera volveré a enamorarme, a encontrarme de nuevo y tener esa irresistible necesidad de verla un día tras otro, sin descanso, a sentir desazón y dolor, mucho dolor en su ausencia, y entre copas y más copas, y entre la muchedumbre de la pista, me parece verla. Me acerco y se alegra mucho de verme. Lo noto porque en nuestros momentos se le marcaban los hoyuelos como trincheras de amor. Le ocurría lo mismo cuando follábamos. Me dice que me perdona, que puedo regresar a casa con ella y los niños, y que entiende el desliz con mi compañera de trabajo: no dejó de ser una aventura de una noche en la que solo hubo sexo, sin nada de amor. El significado de aquello; tendente a cero. Cero por cero, cero.

  Tengo que retomar el informe. El cliente, tiránico advenedizo, no me dejará disfrutar del fin de semana si no se lo envío hoy. Y por desgracia, tiene razón. He firmado un contrato. Mientras escribo y me tomo el tercer café, recuerdo que esta mañana me he despertado antes de que sonara el despertador y he mirado con detenimiento a mi acompañante. Era una pelirroja pecosa de grandes ojos cerrados. Azules, creo. Cuando se ha despertado, me ha sonreído turbada. Le he preparado un café y le he dicho que me tenía que ir al trabajo, pero que ella se podía marchar cuando quisiera. He añadido: «hay un cepillo de dientes sin estrenar en el cajón debajo del lavabo». Me ha dicho con cariño:

  —Has llorado al dormir…te he mirado mucho…me has confundido con alguien…ha sido extraño y al mismo tiempo tierno… ¿Me vas a llamar?

  —Perdóname, no es por ti, pero nunca vuelvo a quedar con alguien que he conocido por la noche.

Un traje a medida
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