Pensamientos adolescentes

Ya me lo dijeron, me avisaron sin pedirme nada a cambio, comportamiento anticapitalista, hasta mi querido Demetrio, el portero de mi casa, me alertó, a su forma y sin engaños, al más puro estilo de la calle: «Gabriela no es para ti».

Y con esta advertencia, comenzó un verano austero en el que los dislates familiares terminaron tiempo ha; mis padres dejaron de alquilar una casa con jardín para recluirnos en un piso de mobiliario retro, por decir algo a su favor, claro, o nice como diría mi prima de Minnesota. Mesas equilibradas con trozos de cartón para que no resbalaran al suelo de terrazo los cubatas veraniegos; láminas art decó colgadas en las paredes de gotelé, motivos toreros…; bañera de floripondios lilas muy ochenteras; cortinas de baño mohosas, mesa camilla con estufa para el frio invierno, aunque fuera verano, y estores color vainilla. Un duro comienzo de verano, mitigado, si bien, porque mis opuestos en lo físico y mejores amigos pasarían conmigo un par de semanas de vacaciones.

Jaime era socarrón y le gustaban las chicas voluptuosas, tal vez porque padecía mini volcanes de acné a punto de estallar desparramados por su rostro. A Juan, sin embargo, le gustaban las que tenían buen tipo, quizá porque era un tío guapo y de cara elegante según los cánones actuales de belleza, y por ello tenía posibilidades de elegir entre unas u otras. Todo un kaloskagathos del siglo XX, o como cojones se escriba.

Y mientras mis panas, como si fueran nuestros jóvenes de hoy, sólo pensaban en acumular pueriles trofeos veraniegos, yo siempre andaba enredado en profundas discusiones filosóficas:

—Yo: Es muy bonita.

—Yo^2: Lo es, sin duda.

—Yo: Es muy bonita, aunque a veces la veo paticorta. Vestida lo disimula bien, pero en bañador no es proporcional.

—Yo^2: Eso es porque tiene cartucheras.

—Yo: ¿Tú crees?

—Yo^2: Seguro.

—Yo: ¿Y cómo me puede gustar alguien con cartucheras?

—Yo^2: Tú tienes barriga.

—Yo: No es cierto…bueno… sí lo es.

—Yo^2: Te gusta y punto.

—Yo: Pero es mayor que nosotros.

—Yo^2: Ya, y además tiene novio. Un gilipollas con moto.

—Yo: Se llama Carlos

—Yo^2: ¿El de los cojones largos?

—Yo: Espero que no.

—Yo^2: Es menor que ella. Solo tiene un año más que nosotros.

—Yo: Pero con moto.

—Yo^2: Es un chulo sin granos.

—Yo: Ya, pero con moto.

—Yo^2: Joder con la moto.

Esta dialéctica me dura toda una vida. No, mil vidas, y me cago cien mil veces en ella y, al mismo tiempo, mis amigos y yo nos emborrachábamos por la eternidad: quería y quiero vivir borracho; deseaba pasar el verano alcoholizado; quiero ser también hoy en día un Nicolas Cage de la vida. No quería sufrir y robé el Ford Mondeo a mi padre que, según él, tenía las mismas prestaciones que el BMW que le daban en su ex trabajo al ser directivo.

Jodido parado, a quien, por cierto, echo mucho de menos.

Y juntos los tres nos sentíamos como unos niñatos triunfadores en un holocausto caníbal.

Bebíamos.

Conducíamos.

Y volvíamos a beber.

Y volvíamos a conducir.

Volábamos a trescientos mil kilómetros por hora, suspendidos entre en el cosmos y la propia entropía adolescente, con los árboles deformados ante nuestros ojos y las luces de los coches convertidos en luciérnagas gigantes.

Una carretera estrecha como mi pasado, presente y seguro que futuro. Un aliento difícil de enhebrar en una aguja de tejer recuerdos malditos.

Aun así, sobrevivimos a los controles de alcoholemia y a las sinuosas curvas de la sierra madrileña y nos acostamos esa noche con un agrio sabor en la boca.

Me desperté con un fuerte dolor de cabeza para estudiar. Había suspendido matemáticas porque nos evaluaban por Campana de Gaus… Y me preguntaba: ¿A cuántos estudiantes les jodió la vida ese señor? ¿Por qué se le ocurrió tan macabra idea? ¿Era necesario clasificar a todos y a todo? Habíamos llegado a la luna, éramos capaces de resucitar el cerebro de un cerdo, los científicos creaban algoritmos enigmáticos, pero nuestra sociedad no dejaba de ser darwinista. A esa edad, yo también tenía mi propia Campana de Gaus con su respectiva asociación de ideas:

Debilidad=Desprecio

Pusilanimidad=Repugnancia

Benevolencia=Gases

Indulgencia=Repulsión

Caridad=Crispación

Decencia=Vómitos

Dulzura=Estreñimiento

Sonó el timbre y abrí la puerta en calzoncillos largos con avioncitos de colores rojizos y con una camiseta de un niño de pelo lacio cubierta por un casco de guerra. Una imagen ciertamente provocadora. De esas con mensaje. Para mí un domingo sangriento y de resaca como cualquier otro. Siempre dormía en calzoncillos y con camiseta; sin excepción, tanto en invierno como en verano. Y lo continúo haciendo. En la puerta, para mi sorpresa, me encontré a Gabriela, una chica de grandes ojos negros y pelo rizado de peluquera, eso sí, y ligeramente excitada, al igual que me puse yo al verla, pues por aquella época acumulaba testosterona sin límites. La invité a pasar y entramos en directa a la habitación de mis padres y se tumbó en su cama de matrimonio (en la suya, sí, como no estaban…), a lo maja desnuda o tal que prostituta de burdel barato, insinuando algo bajo una camisa blanca ligeramente desabrochada, o eso interpretaba yo, pues a esa edad, ¿qué podía pensar? Que seguro que estaba en mi onda, que seguro que quería tener sexo, sí, que seguro que tenía el mismo apetito sexual que yo, que seguro que soñaba conmigo, ¿por qué si no iba a estar allí? Tenía una nariz de Cleopatra… Era una merichane, una felatriz y olía a Nenúfar del Nilo.

¿Y qué hice?

Nada. Escuchar:

Escena teatral:

—Gabriela: ¿Podrías subirme al hospital de San Lorenzo para ver a Carlos? Se ha caído de la moto.

—Adolescente salido: ¿En serio? ¿Pero está bien?

 Doy un salto de alegría y me río es su rostro. No es cierto, me quedo quieto y con cara de mus.

—Gabriela: No lo sé todavía. Sólo me han dicho que se ha caído. ¿Me puedes subir entonces?

—Adolescente salido: Lo siento mucho. Ayer por la noche incrusté el coche contra un árbol delante de Keeper.

Miento, es idiota y se lo ha creído… ¿cómo Han Solo iba a hostiar el coche de sus padres contra un árbol delante de una discoteca?

—Gabriela: ¿En serio?

—Adolescente salido: Como te lo cuento.

—Gabriela: Vaya.

—Adolescente salido: Lo siento, no puedo, pero si quieres te acompaño en el autobús. Me cambio en un segundo.

—Gabriela: Vale, gracias.

—Adolescente salido: Espérame aquí.

Qué se joda. Hoy toca transporte público.

Bajamos a la calle. En el Escorial a las 13:00 el aire abrasaba, el asfalto soltaba humo, los grillos grillaban y yo me puse un pantalón largo para ir al hospital. Buena elección.

Ya en el autobús, evitaba sonreír y pensaba que quizá Carlos se había muerto y que tampoco sería para tanto, pues así Gabriela se quedaría sola y estaría receptiva y triste, necesitaría alguien en quien apoyarse en esos momentos duros y ese podría ser yo, ¿por qué no? Otra opción era que se hubiese quedado paralitico, seguiría vivo, su familia lo pasaría mal al principio, y tal vez Gabriela, pero luego todos se acostumbrarían, ¿verdad? Hay muchas asociaciones que ayudan y rehabilitadores muy profesionales, y ellos tenían dinero, o un buen seguro y se lo podían permitir.

Una vez en el hospital, todo lo veía muy higiénico y blanco. Subimos a la habitación y entró. Yo me quedé esperando en la puerta. Siempre esperando.

Nueva escena teatral:

—El público exclama: ¡Solo se ha roto una pierna!

—Yo: ¡Gracias a dios! ¡Qué bien! (Mierda).

[Tiempo muerto]

—Yo: Soy un necio

—Yo^2: No, eres un jodido necio.

—Yo: Y tú un judas.

NO NOS VAMOS RÁPIDO; de hecho, nos quedamos toda la tarde como si estuviéramos en Euro Disney. Bajamos a tomar un bocadillo de tortilla de patata hervida a la cafetería y de nuevo subimos a la habitación, salimos a fumar y Gabriela entró una y cien veces en la habitación y al rato volvimos a bajar a tomar otra Coca Cola en la cafetería. Me recordaba a la semanita de mi abuela, un all-in religioso – sanitario, con extremaunción y toda la mandanga, para luego volver a su casa de rositas. Me aburría que te cagas porque no tenía nada que hacer, excepto esperar y acompañar a Gabriela, hasta que me di cuenta de que los médicos con bata verde helecho eran marcianos y querían robar nuestros órganos porque en su planeta los utilizaban para mejorar su raza… ¿Quizá Gabriela es una especie mejorada? ¿Uno de ellos? Si me la hubiese tirado, me daría lo mismo ser un paria televisivo o de Marte. Ya lo era en la vida real, ¿no? 

Vi a un niño con la camiseta de Raúl del Real Madrid y salimos del hospital.

Hacia la parada de autobús nos encontramos a una golondrina en el suelo que parecía gritar auxilio. Era muy negra, con ligeras manchas blancuzcas en su torso y cabeza. La sostuve en mis manos y se encogió apretando las alas entre sus costillas. Giré la mano para observar su panza y descubrí que tenía una pata, con aspecto de rama, rota y colgando; no paraba de temblar y los ojos pimienta negra los tenía como el jorobado de Notre Dame. Sabía que se estaba muriendo. Estrujé a la golondrina en mi mano, respiré profundamente y la lancé contra una pared con todas mis fuerzas y un reguero de sangre dibujó una tétrica escena. Sentí una enorme punzada en el estómago y Gabriela se estremeció y me abrazó. Me animé y la intenté besar. Me rechazó con desprecio.

—Gabriela: ¿Cómo eres tan cerdo y salvaje después de lo que me ha pasado hoy?

CIERRO EL TELÓN

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