Por causas ajenas a mi responsabilidad, sin malquerencia alguna, perdí el tren con destino a Barcelona y tuve que coger el siguiente, por lo que cuando llegué a medianoche ningún aborigen me esperaba.
Era la primera vez que estaba en esa ciudad, pues jamás me habían dejado viajar sin que me acompañara un adulto. Para mis padres todas mis peticiones eran disparatadas y, en algún caso, perturbadoras. Era un iracundo adolescente que pedía permiso para cualquier plan interesante que quisiera acometer, salvo irme de pellas, claro está. (Eso lo hacía en my own). Era nuestro contrato «filio paternal» y yo lo respetaba (a veces), que remedio ¿no?
Eran aquellos, mis padres, quienes, previos innumerables reproches, financiaban todos mis desvaríos adolescentes. ¿Sabes cuánto cuesta esto? ¿Y lo otro? ¿Y lo de más allá? Azotes lingüísticos. Mi vida era un permanente recordatorio sobre lo mayúsculo del esfuerzo y los potenciales castigos divinos a los que me enfrentaría en el futuro si continuaba con ese indolente movimiento corporal. No obstante, cuando ese día les pedí permiso para viajar a Barcelona, mis ojos debieron de brillar como dos estrellas en su estrecho y limitado firmamento, porque después de unos escasos segundos de reflexión, ambos dijeron que sí. Esa rápida y afirmativa respuesta derrotó por momentos mi ego pues el no siempre iba por delante a cualquier petición por muy sensata que esta fuera, y, aunque tardé unos segundos en responder, mantuvo mi compostura y les dije con serenidad: muchas gracias.
Además, por esa época andaba enamorado de Chloé, o eso creía, puesto que en aquellos años era muy caprichoso. Primero me enamoré de la elegante Tatiana, una rubia bajita de pelo corto y pecho ciento diez, luego de la triste Marta, una morena alta de pelo largo y pecho ochenta y cinco, más tarde de la brillante María, una castaña de pelo rizado, altura media y pecho noventaicinco, sin olvidar, que remedio, a todos los amores no correspondidos y que todavía tienen un lugar privilegiado en mis recuerdos.
Chloé era una suiza que conocí en Madrid y con quien estuve diez días en los que viví al borde del universo y de sus psicodélicos y oscuros agujeros negros. Mi cuidad, enamorado, fue una experiencia inconfesable. Pura energía positiva; un baile y afrenta a las noches luminosas. La conocí en un bar de copas en el que nuestras miradas se lo dijeron todo. Y de ahí a la eternidad. Y es que Chloé me gustaba mucho, muchísimo. También disfrutaba cogiéndola por la cintura cuando la besaba; también observar con quietud sus pies cóncavos de uñas pintadas de azul. Sin duda, era todo lo que podía esperar de una chica por aquellos tiempos: poliglota en lo referente a los idiomas —hablaba francés, español, alemán, e inglés— pero también respecto al sexo.
Y por eso me fui a Barcelona. Necesitaba estar con ella y ya no estaba en Madrid.
Y, además, al finalizar ese verano me iría a estudiar C.O.U a Estados Unidos y antes de enfrentarme a su idioma necesitaba un desahogo, y qué mejor sitio que hacerlo en Barcelona. Mi inglés era razonable, pero intuía lo que luego se confirmó: que los primeros meses no entendería nada, que serían duros y hablaría mucho conmigo mismo, pero jamás pensé que me escondería en el baño para comer el lunch por miedo a sentarme en la mesa con adolescentes monolingües. Y, aun así, a pesar de estar hecho trizas, nos escribimos. Las primeras cartas las narraba en español, no obstante, las siguientes fueron en inglés. Le contaba cómo veían mis ojos el tamaño XXL de lo americano. Ella me decía que había vuelto con su novio, pero que no estaba enamorada de él, que era pura inercia. También que mi inglés mejoraba con cada carta. Yo no entendía que a nuestra edad nos dejáramos llevar por la inercia. Tampoco que mi inglés mejorase tanto para ella. Yo continuaba sufriendo y, aun así, estuvimos escribiéndonos durante meses hasta que un día lo dejamos de hacer. Sin más, sin remordimientos, sin nada que ver con mi primer y breve affair americano, pues a ella no se lo conté. Un eclipse y caducado amor veraniego, un alegre vodevil vencido por nuevos sueños. Pero ese día allí estaba, con dieciséis años y sin nadie que me fuera a recoger, por lo que pensé: «¡Mejor!, ¡que se jodan los tíos! Siempre se ponen de lado de mis padres».
Además, el viaje había sido corto pero desagradable: dos horas de penetrante sufrimiento. Nos pusieron la película Los Increíbles. Elección cinematográfica de aurora boreal (la media de edad de los pasajeros del vagón era de unos sesenta años). Como hubiera dicho mi padre, «los funcionarios solo saben jugar al mus», porque él, evidentemente, era de traje a medida, aunque también de coñac.
En el viaje se sentó a mi lado una jubilada e intensa señora. O como diría mi primo el yanki; una fucking intensa. Cuando la vi en el vagón rogué que no me tocara a su lado. ¡Y zasca!, a su lado. Furia. Todo el maldito viaje hablando por teléfono aun estando en el vagón del silencio. Y para colmo, la fucking intensa se puso a comer mandarinas. Ahí comprendí porqué mi abuela decía que los vagones de tren olían a mandarina ¡Pobre mi abuela! Siempre exclamaba hay Dios mío por cualquier cosa, como si anduviera en continua penitencia por todos los pecados del mundo. Estaba gorda a lo peonza, y aun así era muy coqueta, de esas con faja y toda la parafernalia para impedir que las chichas explosionaran como una bomba de neutrones. Pero ella era así, solo tomaba yogures de frutas porque no se fiaba de quien las podía haber pelado. También me quería como era, incluso con las greñas, pero sin tatuaje (eso era para los marineros y futbolistas). Era su ahijado y más querido nieto. De pequeño me regalaba toffees que guardaba en una lata inglesa de Harrods. Ya de mayor me daba dinero cuando la iba a ver a su casa. Estaba mucho con ella, pero no por la pasta. Me gustaba de verdad estar con ella. Compartíamos ciertas confidencias a pesar de mi feroz ateísmo, que no agnosticismo, versus su fervoroso catolicismo, de misa diaria, o casi, porque según me decía, las misas de los domingos que retransmitía la dos también «valían», al igual que las de los bautismos, comuniones, confirmaciones y bodas. En su casa siempre había un primer y segundo plato contundente, pan de pistola, vino y postre muy calórico. No, no era el oasis para los veganos, ni el nirvana de los vegetarianos. También marcábamos las servilletas con un nudo o con un servilletero, nada de servilletas de papel. Era una casa de bien: había muchas figuras de marfil, cuadros de un joven pintor prometedor, retratos con miradas que nos perseguían allá donde nos escondiéramos, un busto a lo César de mi abuelo y uno rejuvenecedor de mi abuela, mucha platería que en la liquidación de la herencia tampoco nos dieron tanto como esperábamos, alfombras persas, crucifijos y fotos de mis padres y tíos en sus respectivas bodas, con peinados de peluquería y vestidos de la modista. Por desgracia, la casa y sus muebles fueron deteriorándose a la misma velocidad que se aceleraba la demencia senil de mi abuela. Al principio sus comentarios nos parecían ocurrentes, pero al tiempo nos dimos cuenta de que no había posibilidades de exorcismo. El deterioro progresivo de sus funciones cognitivas era irreparable.
Jodida vejez.
Contradicciones del destino: su mayor preocupación era perder la cabeza como le había ocurrido a su hermana. Mi abuelo ya había fallecido mucho antes de que ella perdiera el juicio. Eran una pareja de ancianos que, con sus cosas, se querían. Un día mi abuela me dijo que aún pasados varios años desde que había fallecido mi abuelo, todavía sentía el calor de su cuerpo al otro lado de la cama. Por suerte, celebraron sus bodas de oro. Sin duda, la echo de menos, no la visité a la residencia tanto como debiera, aunque la verdad es que era un tanto especial, al igual que mi padre, el señor de la casa. O «el señorito», como todavía le llamaba Rosi, la tata de mi abuela, a pesar de que ya tenía cincuenta años. Un día Rosi me dijo que mi madre cada día estaba más joven, y yo me reí mucho, a carcajadas, y le contesté, ¡pero Rosi, por favor, si se parece a Batman con tanto bótox!
Al bajar del tren sentí un profundo alivio de librarme de aquella mujer. Sants estaba oscura y silenciosa. Es un buen momento, pensé. Me lo merezco después de aguantar a la intensa. Me saqué una china de ketama y me hice un porro, pura glicerina, peta entrópico, momento lisérgico y me lo fumé con agrado, claro, los porros me permitían ser un cuerpo ingrávido en un mundo de colores. Ahí solo, sin nadie que me recogiera, me quedé pensativo y analizando las diferentes opciones que tenía. La fácil: podría coger un taxi e ir a la casa de mis tíos en el barrio de Gracia, presentarme ante ellos, ofrecerles una sonrisa, darles unos besos e irme a la cama. La chula: no dar señales de vida, dar una vuelta por Barcelona y, si la suerte me acompañaba, correrme una juerga «ácido» en una ciudad que, según me había contado un amigo del internado de todos los años, podría ser lisérgica, un mundo sin penurias, lavativas salvajes. Además, me habían dicho que hacer el amor puesto era como volar sobre las aguas del caribe en las alas de un dragón chino. Al no entender el silogismo, quería probarlo para definirlo en términos algo más coloquiales. Algo así como: «Es la fucking leche». Pues tate, a intentar pillar. Seguro que Chloé lo entendería.
Alea jacta est.
Salí de la estación y me fui directo al barrio L´Éixample, donde deduje que sería un buen destino para la diversión desenfrenada, y además estaba cerca de la casa de mis tíos. A pesar de las horas, la zona se encontraba bastante animada. Afortunadamente era viernes. En el paseo pude reconocer algunos monumentos como La Sagrada Familia y La Casa Milá. Para algo me había servido la educación básica. Después de un rato y habiendo dejado a la serendipia que fluyera, comencé a hablar en un callejón con un tal José, un personaje muy flaco que se auto llamaba «El empresario» y un tal Jony, un tipo con pintas de surfero. Me presentaron a una rubia teñida vestida con una minifalda blanca, unos zapatos de plataforma negros y una camiseta azul celeste, con el cuello muy ancho, por donde se podía descubrir algo más que unos hombros y que me hizo renegar de la monogamia y asimismo olvidarme por unas horas del potencial polvo que echaría con Chloé si lo que me había dicho en Madrid era cierto (yo era elegido, lo sabía). Mientras me preguntaban que hacía en Barcelona, me ofrecieron fumar y no lo rechacé. Me sentía muy libre, muy a mi rollo. ¡Si me viera mi padre! Ja, que se joda. Recuerdo cuando me dijo que quien bien te quiere te hará llorar, para posteriormente añadir que no pensará que era el único adolescente incomprendido, pues todos los lectores de El Guardián entre el Centeno se veían reflejados en Holden Caulfield. No nos entendíamos. Y mientras tanto, José y Jony no paraban de reírse, y la rubia bailaba sin música y movía los brazos con los puños cerrados, como tamboreando a una mesa invisible. Y en este escenario y sin previo aviso, sentí un fuerte golpe en el estómago. ¡Guauu, qué dolor! mis ojos se cerraron, y ¡bum!, otro golpe en la cara con un puño americano, sabor metálico, sintiendo la fucking sangre por la cara, más sabor metálico. Caí al suelo, me recogí en posición fetal, y ¡zas, zas!, ruido de bota, mi cuerpo recibía sin descanso numerosas patadas hasta que dejé ya de sentir dolor, y lo único que vi antes de que me venciera la somnolencia maldita fue el rostro de Chloé.
Pasado un tiempo desperté en el solitario callejón. Intenté abrir los ojos, pero coágulos de sangre me lo impedían. Con mucho esfuerzo miré mi muñeca para ver la hora, pero el reloj se había esfumado, mi cartera también. Volví a dormirme. Me desperté en un hospital con apósitos hasta en el culo (es un decir). Nadie sabía quién era. Todos eran unos desconocidos para mí, pero me sentía protegido, la gente se preocupaba por mí. Afuera estaba nubloso. Temblé al coger el teléfono y derrotado, pesaroso y abochornado, llamé a mi padre y le dije: —Papá, estoy bien, pero necesito…
…Y claro, Chloé regresó a Basilea.
Y mi condena: otra oportunidad perdida. Continuaba siendo virgen.